El 30 de enero de 2005, Irak celebró sus primeras elecciones democráticas tras la invasión liderada por Estados Unidos en 2003, que resultó en la caída del régimen de Saddam Hussein. Estos comicios fueron un paso crucial en la transición del país hacia un gobierno democrático, aunque estuvieron marcados por la violencia y la inestabilidad.
A pesar de las amenazas de grupos insurgentes, que intentaron boicotear las elecciones con atentados y ataques, millones de iraquíes acudieron a las urnas desafiando el miedo. La imagen de votantes con los dedos manchados de tinta morada, símbolo de haber emitido su voto, se convirtió en un emblema de la esperanza y la resistencia del pueblo iraquí.
La Alianza Unida Iraquí, un bloque chiita respaldado por el gran ayatolá Ali al-Sistani, obtuvo la mayoría de los escaños en la Asamblea Nacional de 275 miembros. Esta nueva legislatura tenía la responsabilidad de redactar una constitución para el país y establecer las bases del futuro gobierno. Sin embargo, la representación de la minoría sunita fue limitada, lo que generó tensiones y agravó la insurgencia en los meses siguientes.
El proceso electoral fue visto por muchos como un paso importante hacia la estabilidad, pero Iraq siguió enfrentando enormes desafíos. La insurgencia no disminuyó, y la violencia sectaria entre chiitas y sunitas aumentó en los años posteriores. Además, la intervención de potencias extranjeras y la presencia de tropas estadounidenses siguieron siendo temas de controversia.
A pesar de todo, estas elecciones marcaron el inicio de una nueva era para Iraq, aunque su camino hacia la paz y la democracia aún estaba lleno de obstáculos.