En 2007, España vivió un importante cambio social que se consolidó en 2011 con el nacimiento del Movimiento 15-M, también conocido como el movimiento de los Indignados, que marcó un hito en la historia reciente del país. Este movimiento, que surgió como respuesta a la crisis económica global que golpeaba fuertemente a España, representó una protesta masiva y una forma de activismo ciudadano que reflejaba el descontento con la clase política y las estructuras económicas y sociales existentes. Aunque el 15-M alcanzó su máxima visibilidad en 2011, las semillas de este movimiento fueron sembradas en 2007, cuando los efectos de la crisis comenzaron a sentirse en la sociedad española.
En primer lugar, la crisis económica de 2008 fue un factor determinante en la aparición del 15-M. España experimentaba una alta tasa de desempleo, que afectaba especialmente a los jóvenes, quienes veían que sus perspectivas laborales se veían limitadas. A medida que los bancos y las grandes corporaciones recibían rescates públicos y las políticas de austeridad se imponían, muchos españoles comenzaron a sentir que las élites económicas y políticas estaban tomando decisiones que favorecían a unos pocos, mientras que la mayoría sufría las consecuencias. La disparidad creciente entre ricos y pobres, junto con una profunda desconfianza en los partidos políticos tradicionales, sirvió como caldo de cultivo para las movilizaciones que tendrían lugar en los siguientes años.
Además de la crisis económica, otro factor que alimentó el descontento fue el aumento de la corrupción política. En 2007, España vivió una serie de escándalos políticos y financieros que implicaron a altos funcionarios y políticos de diferentes partidos. La falta de rendición de cuentas y las percepciones de que los responsables de la crisis no estaban siendo castigados por sus malas decisiones empeoraron la situación. Esto fortaleció la sensación de que el sistema político no representaba a los ciudadanos, sino a intereses privados y corporativos.
El 15-M comenzó a tomar forma en los primeros meses de 2011, con la organización de protestas pacíficas a través de redes sociales como Twitter y Facebook, herramientas que se utilizaron de manera masiva para coordinar las manifestaciones. La plataforma del movimiento no tenía una ideología política definida, sino que se centraba en temas como la democracia participativa, la justicia social, el rechazo a los recortes en bienestar social y el fin de la influencia de los grandes bancos y corporaciones en la política. Las demandas eran amplias, pero todas giraban en torno a la necesidad de un cambio profundo en el sistema político y económico de España.
El 15 de mayo de 2011, el movimiento alcanzó su punto álgido, con miles de personas congregándose en Plaza del Sol, en Madrid, y en otras ciudades del país. Las protestas fueron inicialmente pacíficas, pero rápidamente se convirtieron en un fenómeno global, con repercusiones en otros países que atravesaban momentos de tensión social y económica. Las manifestaciones reflejaron el creciente malestar de la población con un sistema que se percibía como desconectado de las necesidades reales de los ciudadanos. Las acampadas en plazas de ciudades como Madrid, Barcelona, Valencia y otras, donde los manifestantes permanecieron durante días, fueron la imagen emblemática del 15-M.
El impacto del 15-M fue inmediato. Aunque no logró desbancar al gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero en las elecciones generales de 2011, que se celebraron meses después de las protestas, sí tuvo un impacto significativo en la política española. En primer lugar, el movimiento inspiró la creación de nuevos partidos políticos, como Podemos, que se fundó en 2014 como una respuesta a las demandas de cambio que surgieron del 15-M. Podemos, de hecho, se posicionó como un partido que quería romper con el sistema tradicional y abogaba por una mayor participación ciudadana y una mayor transparencia en las instituciones.
El 15-M también marcó un cambio en la cultura política de España, particularmente en lo que respecta a la forma en que los ciudadanos se relacionan con sus representantes. A través de las asambleas populares y los debates abiertos, los manifestantes abogaban por una democracia directa en la que las decisiones políticas se tomaran de manera más inclusiva y participativa, en lugar de ser un asunto exclusivo de los partidos políticos. A pesar de las críticas por su falta de una agenda política clara, el 15-M dejó una profunda huella en la forma de hacer política en España.
El movimiento del 15-M también abrió un debate sobre la legitimidad del sistema democrático en un contexto de crisis económica. La creciente brecha entre las promesas políticas y la realidad cotidiana de la mayoría de los ciudadanos planteó preguntas sobre el futuro de la democracia representativa. Los protestantes exigían una nueva forma de gobernanza en la que los ciudadanos fueran escuchados y sus demandas fueran tomadas en cuenta.